Un niño, desde que tenía 3 años de edad, anda con un libro en la mano. Ese niño era tan aficionado a descubrir e inventar nuevos mundos que no ha podido separarse de un buen texto desde aquel día en el que aprendió a leer. Ese niño tenía un especial gusto por los materiales históricos, por las grandes historias románticas, por personajes que dejaran huella en él... pero más grande aún era su gusto por encontrarse cada vez en un sitio, en una situación diferente y, por supuesto, aprender de ellas algo nuevo día tras día.
Hay muchas formas de aprender. Los padres son los primeros encargados de enseñar a su niño (o niña) las cosas básicas para vivir en sociedad, pero hay algunos padres que simplemente lo hacen mejor que eso. Hay padres que enseñan a aprender, hay padres que más que imponer estándares abren camino al criterio propio de sus hijos (e hijas). Ese es el caso del niño de arriba.
Su mamá le abrió lo que sería la puerta más importante, o cuando menos la más divertida, de todas las que abriría en su vida: le enseñó a leer y escribir. Para ese niño, un libro puede ser tanto una herramienta intelectual como el mejor acompañante emocional. Puede ser ese amigo que necesitas en un momento triste, puede ser ese maestro que te demarca tus errores y te muestra el camino para enmendarlos, puede ser esa fuente de datos aparentemente infinita que todo científico curioso desea tener, puede ser ese espejo donde reflejarse y donde reconocerse cuando no todo luce tan claro. Esa es una de las magias del libro: su carácter cambiante y adaptable.
Hoy, casi dieciséis años después, ese niño ya no lo es más. Ahora trata de comportarse como un adulto y adaptarse a un mundo de adultos, pero su gusto por los libros y el agradecimiento que siente ante sus amigos de papel sigue intacto. Ese niño, adulto joven, adolescente, chamo, ragazzo, carajo, pana, o como quieras llamarle... soy yo. Y este es mi blog.
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