miércoles, 26 de septiembre de 2012

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 Diez veces dejé que parte de mi alma –y a veces de mi mente- se reflejaran en una pantallita virtual que sabe vender mundos mejor que cualquier publicista, casi tan bien como un Cortázar, aunque todavía le falta. ¡Llegó la décima, llegó la décima! Y yo que dudaba incluso que pudiese venir una primera.

Era cuestión de tiempo que los pequeños fragmentos de mi vida, los signos –en solitario o acompañados, siempre bien acompañados- que la conforman, quisieran salir a conocer el mundo. Ya estaban hartos de ser siempre escritos, leídos (por mí y todos mis yo) y desechados.

Una vez, un grupo de ellos que estaba precariamente acomodado en una hoja de esas que tienen rayas para inducir a la normalidad dentro de la creatividad –como si eso fuera posible, o tan siquiera sensato-, quiso rebelarse. En lugar de dirigirse silenciosa e inercialmente al envase de los errores, rebotó en el borde y se quedó en el suelo. Me retó a volverlo a lanzar, a volverlo a clasificar como desperdicio. Entonces decidí dejarlo ahí. Le permití ser el grupo rebelde contra mi mano juzgadora y no lo envié al calabozo de la derrota.

Ese día decidí comenzar a publicar, o por lo menos a desechar en un lugar más visible. La hoja rebelde y las palabras que contenía me demostraron que ya estaban listas para sonar de manera diferente, en la voz de otros cantantes, así que ya no podía seguirlas sometiendo al encierro.

Y aquí estamos… diez veces después de eso.