Diez veces dejé
que parte de mi alma –y a veces de mi mente- se reflejaran en una pantallita
virtual que sabe vender mundos mejor que cualquier publicista, casi tan bien
como un Cortázar, aunque todavía le falta. ¡Llegó la décima, llegó la décima! Y
yo que dudaba incluso que pudiese venir una primera.
Era cuestión de
tiempo que los pequeños fragmentos de mi vida, los signos –en solitario o
acompañados, siempre bien acompañados- que la conforman, quisieran salir a
conocer el mundo. Ya estaban hartos de ser siempre escritos, leídos (por mí y
todos mis yo) y desechados.
Una vez, un
grupo de ellos que estaba precariamente acomodado en una hoja de esas que
tienen rayas para inducir a la normalidad dentro de la creatividad –como si eso
fuera posible, o tan siquiera sensato-, quiso rebelarse. En lugar de dirigirse
silenciosa e inercialmente al envase de los errores, rebotó en el borde y se
quedó en el suelo. Me retó a volverlo a lanzar, a volverlo a clasificar como
desperdicio. Entonces decidí dejarlo ahí. Le permití ser el grupo rebelde
contra mi mano juzgadora y no lo envié al calabozo de la derrota.
Ese día decidí
comenzar a publicar, o por lo menos a desechar en un lugar más visible. La hoja
rebelde y las palabras que contenía me demostraron que ya estaban listas para
sonar de manera diferente, en la voz de otros cantantes, así que ya no podía
seguirlas sometiendo al encierro.
Y aquí estamos…
diez veces después de eso.