El modernismo filosófico acostumbró a la sociedad occidental a tener una
visión teleológica sobre
la vida, todo camino conduce a un único
fin: la plenitud. Dicho nivel de
satisfacción con el mundo exterior e interior es solo alcanzable a
través de alguno de
los grandes relatos, que
según Jean-Francois Lyotard en “La posmodernidad
(explicada a los niños)” (1986) son los siguientes: el cristiano, el marxista, el iluminista y el capitalista. De
acuerdo a cada uno
de ellos, es a través de la buena fe, el bienestar común, la supremacía
de la razón o del trabajo, que
se puede alcanzar
un estatus incomparable
de felicidad y autorrealización.
Sin embargo,
el
mismo Lyotard, así
como
el filósofo argentino José
Feinmann1 al utilizarlo como referencia, aluden al hecho de que esta perspectiva de la vida, dirigida hacia un objetivo final, nació en el seno de las sociedades desarrolladas, es decir,
en
las comunidades poseedoras de
la mayor
cantidad de saberes y, por
ende, con más
poder entre las masas, por lo que no responden a la dinámica
real de las relaciones humanas y causan
el ocultamiento
de
las
particularidades, las deficiencias,
las
diferencias
y las fracturas que habitan en esos espacios modernistas. Todo aquello que no se encuadre
en
los esquemas establecidos por el poder y
sus diversos mecanismos de control era ignorado o apartado, tanto de
las representaciones artísticas como de los estudios realizados por
las distintas ramas del
conocimiento.
En defensa de esa alteridad, de esa otra perspectiva posible, se plantea
el posmodernismo, pues
surge
la
necesidad
de considerar
y resaltar
la
existencia de lo
diferente para contrarrestar la exclusión que existía. Para
ello, la tendencia posmodernista apuesta por la multiplicidad de relatos en lugar del relato único o gran relato, y en algunos casos, por la deconstrucción del texto, e incluso
de los esquemas de pensamiento, tal y como son conocidos. Feinmann hace referencia al término caleidoscopismo e ilustra
esta
forma múltiple de leer la historia citando a Gianni Vattimo, filósofo italiano, quien sostiene
que “la historia es como el dialecto”, en alusión a la existencia de
múltiples dialectos en Italia, hecho del que se desprende la posibilidad de
mirar desde varios ángulos la misma
realidad y los hechos históricos. Ya no existe una forma única de narrar la historia, en su
lugar hay un
multiculturalismo
muy notorio que se convierte en un collage de voces igualmente capacitadas
para narrarla.
Entonces pues, resulta natural que en medio de la exaltación de todas las
minorías históricamente
ignoradas, se empiece
a evidenciar la vida de todos quienes dejan de pertenecer a una sociedad establecida para integrarse en otra donde extrañamente lograrán
alcanzar
un
verdadero
sentido
de
pertenencia:
los
migrantes. Sea
por
razones de colonización de los europeos, sea
por la crisis económica provocada
por los dos grandes
conflictos mundiales, o incluso por el grado de
desigualdad entre
países del mismo
continente, es acertado afirmar que América –y sobre
todo América Latina- ha sido, por
excelencia, el
escenario
predilecto
del
flujo migratorio en
varios
períodos
de
la era moderna
y contemporánea, razón
por la cual resulta interesante profundizar en este
tema.
Más aún en esta época, donde los medios
de comunicación y transporte masivo hacen de la migración y el desplazamiento fenómenos
cotidianos y comunes, vale la pena
reflexionar
sobre el proceso
de abandono de
la propia
tierra, las fracturas
en lo más
profundo
del ser,
la
adaptación
y la nostalgia
que
caracterizan
a
estos
individuos en
continuo movimiento. En particular, resulta interesante profundizar en la irreversibilidad de
dichos procesos y en
las consecuencias
que dejan en
quien los sufre.
"La realidad y la miseria me oprimen
y, sin embargo, sueño todavía"
- Émile Zola
¿Qué situaciones o hechos pueden vencer el arraigo de un ser humano a su pueblo natal? ¿Tan
fuertes pueden
ser las adversidades
que
su propia tierra le
presenta
que le dan la capacidad de abandonar todo cuanto le es conocido para
adentrarse
en
la búsqueda de un futuro más prometedor? Obviando los casos en los que el desplazamiento se
produce como consecuencia del deseo de expandir las propias fronteras, sean estas intelectuales (en el
caso de los estudiantes, profesores y profesionales que van a otro país de intercambio) o sean geográficas (deseo de los grandes emperadores y conquistadores de la historia), es una realidad innegable que la migración suele
aparecer como opción viable cuando la vida, por diversas razones, se hace difícil en el lugar de nacimiento y
existe el pensamiento, certero o
infundado, de que en otro
lugar
se
podría vivir en condiciones mejores.
En algunas ocasiones son las duras restricciones políticas, resultado de regímenes
autoritarios y extremistas, las que, sin hacer caso de la
protesta y de la manifestación cívica, originan el abandono de los libres –o los diferentes- hacia un lugar donde
puedan vivir y
expresarse mejor. La corrupción, el despilfarro de las autoridades y su complicidad con las organizaciones criminales, o la despreocupación por
los ciudadanos comunes pueden generar
un sentimiento de
abandono en los miembros de una sociedad determinada,
causando que dejen de sentirse identificados con el ambiente que les rodea y decidan partir. Otras veces el movimiento obedece a las necesidades humanas más básicas: satisfacer el hambre propia y de la familia, mantenerse con vida y
habitar en un sitio con las mínimas
condiciones higiénicas para una
subsistencia sana, que podrían no ser brindadas en un país azotado por catástrofes naturales, por
duras crisis económicas o tras conflictos armados
importantes. Lo
cierto
es que
enumerar las causas que
llevan a un ser humano a desprenderse de su tierra natal merecería un trato particular y mucho más desarrollado. Sin
embargo, hay un elemento común en el imaginario de todo emigrante y es la imagen de que lo
mejor está en otro sitio, de que las fuentes de trabajo,
la
comida, el dinero,
la libertad y la independencia se encuentran allá, fuera de las propias fronteras y del propio alcance, y que
por eso, por la sola idea de poder encontrarse frente a todas esas cosas positivas, vale la pena abandonarlo
todo y partir.
El problema
es que tan común como el fenómeno migratorio es la concepción vaga o errónea
del lugar
de destino, pues se
origina en el individuo un sentimiento exagerado de
que en ese otro sitio podrá vivir a plenitud, aún cuando no tenga más prueba
de ello que
el testimonio de un tercero que
logró regresar tras cumplir con sus metas. A menudo se desconoce, o se
hace caso omiso, de
las anécdotas desfavorables porque
estas no alimentan la esperanza que representa la ilusión del otro lugar,
no contribuyen con la
imperiosa
necesidad que tiene el marginado de
creer en algo mejor a pesar
de desconocerlo.
Un ejemplo de ello se puede
apreciar en Paso del Norte (1953), de Juan Rulfo,
cuando el protagonista le revela a su padre los motivos que le inducen a querer partir hacia el
Norte:
“Pos a ganar
dinero. Ya ve usté, el
Carmelo volvió rico,
trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco centavos.
De a parejo, desde
un danzón hasta la Anderson esa que
canta canciones tristes; de
a todo, por igual, y gana su buen dinerito y hasta hacen cola pa
oír. Así que usté ve; no hay más
que ir y volver. Por
eso me voy.”
Otro ejemplo se encuentra en el documental “Los Invisibles”2, donde se le pregunta a una familia centroamericana cómo se imaginan ellos que son los Estados Unidos y
ellos
responden que la imagen que tienen es
de una fotografía de cuando la niña de la casa estuvo de
vacaciones en
Seaworld, un parque acuático
donde se presentan
espectáculos con
delfines y ballenas, y esa imagen de lo que es “bonito” y “divertido” muchas veces basta para que tomen la decisión de desplazarse aún cuando esto implica
muchas rupturas y fracturas no solo en aspectos fundamentales de la propia identidad sino también en la forma de entender y
vivir la vida. “La imaginación ha pasado a ser un hecho social y colectivo”3, y ya no prevalece la realidad sobre
el lugar de destino sino que la lógica cotidiana pasa a ser construida por todas esas esperanzas y
relatos coloquiales de los conciudadanos también migrantes. Como dice Calle 13 en su canción “Pa’l Norte”, para un emigrante, “el camino es lo de menos,
lo importante es llegarlo”.
III – Fisura, desgarro, fragmentación
“(Irse) es un sueño de terror que convierte nuestras vidas en pesadillas”,
esa
es una de las afirmaciones
de los entrevistados en el documental “Los Invisibles”, en la cual se evidencia la otra cara de la esperanza, la de las consecuencias duras e inhumanas. Antes de
la partida,
el
individuo tiene
sentimientos encontrados pues el abandono del hogar es tan
relevante emocionalmente como la esperanza que significa el nuevo destino, pero, gracias a la inocencia
que provoca la
desinformación antes mencionada, es esta
ilusión la que logra
sobreponerse. El migrante parte
“sin brújula, sin tiempo, sin agenda, sin transporte” y, en
muchos de los casos, sin documentos que lo identifiquen y le den el estatus jurídico de
ciudadano, o simplemente el de ser humano.
Es entonces cuando comienza el proceso de desgarro de su propia humanidad, a través de la destrucción o la severa alteración de los elementos que
la constituyen, a saber:
la identidad, la cultura y la
lengua.
El primero de
esos componentes se
modifica en la
etapa del camino, del desplazamiento per se, pues como se evidencia en el documental antes citado, y
en
muchas otras representaciones artísticas y literarias como la canción de Calle 13 mencionada o el relato Paso del Norte de
Juan Rulfo, el migrante
ilegal se convierte en un intruso
sin pasaporte, en un no identificado, un diferente que se asume delincuente, y
entonces se ve sometido a la violencia no solo de los mecanismos de control del país destino, sino de
las bandas criminales
organizadas
que aprovechan esta condición
para hacer del migrante
su víctima predilecta. Es perseguido, torturado, maltratado y
hasta asesinado sin que quede rastro de ello, pues al haber perdido toda sujeción a una determinada nación por no tener documentos que lo acrediten como ciudadano, no existe un registro
oficial donde esté inscrito: es invisible mientras está vivo, y es un desaparecido cuando muere. En el mejor de
los casos, logra
ponerse a resguardo de estas conductas hostiles a cambio de perder por completo su humanidad y servirse de medios absolutamente animales –como deslizarse bajo la tierra como las ardillas- para pasar al otro lado de la frontera, sin saber lo que allí les espera. Un ejemplo de
esto se encuentra en “Los gallinazos sin plumas” (1955) de Julio
Ramón Riberyro, donde dos niños famélicos que han adquirido rasgos y actitudes animales
debido a la dura crianza que han tenido, huyen heridos y
enfermos hacia la gran mandíbula
devoradora que es la ciudad de día, desconocida para ellos y donde ellos no existen.
Una vez atravesado el
muro,
que
puede
ser físico
o
meramente
simbólico,
se
produce el choque cultural entre quien ha perdido su condición
de ciudadano y
la nueva
sociedad con sus tradiciones y
sus propios mecanismos de control, que naturalmente será
reacia a aceptar
al
recién llegado. El inmigrante, aún ligado a
la cultura
de su tierra
natal, se
halla
en
desventaja con respecto a sus vecinos pues, al no tener espacios para ejercer
sus costumbres y al estar adaptándose aún al nuevo lugar, no puede ser considerado miembro
pleno de la comunidad en la que ahora se encuentra. Inicialmente es considerado como
mano de obra y se le emplea para realizar los trabajos más pesados y peor remunerados,
pues no tiene calificación legal alguna y
su ausencia de identidad le impide reclamar por derechos que de otro modo serían los justos. Se produce el encuentro con otros inmigrantes y se establecen pequeños círculos donde se simulan algunos aspectos de la cultura perdida, por lo que
la diferencia existente
con respecto
a la nueva sociedad
nunca
logra ser
suprimida. El migrante funciona como una pieza
insignificante dentro del gran mecanismo
que representa la metrópolis que
le sirve de destino, es reemplazable y, como el resto de quienes
están en sus mismas condiciones, es irrelevante todo lo concerniente a su
identidad.
Mientras la gran maquinaria siga funcionando, el grupo inmigrante
solo constituye una masa indeterminada y dedicada enteramente al trabajo, se le supervisa (“esa gente
nunca le quita el ojo a uno en el trabajo”) y
se le
reemplaza sin ningún tipo de reparos (“pusieron a otro en mi lugar para no parar el trabajo”)
En “La noche que volvimos a ser
gente” (1970)
de
José Luis
González, se plantea
que
la
única
forma
en la que los inmigrantes
pueden recuperar
su humanidad es a través de
la falla de alguno de
los mecanismos de la sociedad donde
están inscritos; en ese caso, es la ausencia de
energía eléctrica
lo que ocasiona la reunión de
todos los puertorriqueños en los tejados de los edificios, de forma
que estos vuelven
a compartir su música, sus bebidas, la
estadía con sus semejantes y
vuelven a apreciar algo tan simple como las estrellas que brillan en el cielo, recuperando así la condición
humana hasta
entonces perdida.
Uno de los síntomas de este desmembramiento de la cultura y la identidad es la modificación de
la lengua. El inmigrante, forzosamente, debe aprender a manejarse en los
términos que utiliza
la sociedad donde
se encuentra, por
lo que resulta
natural que comiencen a existir lenguas híbridas como el spanglish, el itañol,
entre muchas otras en las cuales conviven
los
modos gramaticales y
las palabras de la lengua
nativa
con los elementos de la nueva lengua. El migrante modifica su vocabulario y con ello su forma de describir
y escribir el mundo se transforma completamente, pasa a ser una mezcla de culturas que, con el pasar del tiempo, será
imposible de dividir en sus componentes originales.
IV – El imposible regreso y las marcas indelebles
"Es inútil volver sobre
lo que ha sido y ya no es"
- Frédéric Chopin
La nostalgia es un sentimiento inevitable cuando se está lejos de la patria, por
muchas simulaciones que puedan recrearse en los distintos lugares de tránsito donde el
inmigrante se
encuentre. El saberse rodeado de gente
que ha compartido las mismas
experiencias, que ha crecido en las mismas calles y comió la misma comida, el sentirse a proprio agio con las costumbres y los lugares comunes, es necesario para todo aquel que se ha alejado. El problema radica
en
que todos esos elementos anclados en el imaginario del migrante se modifican con el tiempo y el espacio recordado no se corresponde con el
espacio existente en el momento de un eventual regreso, es decir, la ciudad en la que se
nace no permanece
inalterable en el tiempo, sino que
se transforma con la
construcción de
nuevos edificios y
vías, con la llegada de forasteros que implantan simulaciones de sus propias culturas en ella, y con las huellas de los altibajos políticos y
económicos, que sin
duda marcan hito
en una población.
Entonces, ¿hasta qué punto es posible regresar al lugar de
origen una
vez abandonado? La evolución inexonerable
de las sociedades hace que el deseo de
regresar
al lugar perdido, la
necesidad de sanar la orfandad
característica de la migración, sea
imposible de alcanzar. En
la película Cinema Paradiso
(1988), dirigida por Giuseppe
Tornatore, se narra la historia de
Totó, quien ha pasado treinta años fuera de
Giancaldo (Sicilia), y
recibe una llamada telefónica donde le informan que Alfredo, quien fuera su mentor, ha muerto. A lo largo del film se ve como el protagonista, a partir de la triste noticia, comienza a
recorrer ese pueblo que
conserva en su memoria, con las anécdotas que
marcaron su vida y
su relación con Alfredo, para luego volver y asistir al funeral,
encontrándose con que Giancaldo ha cambiado drásticamente y que sus viejos lugares de esparcimiento, y en especial el Cinema Paradiso, están en proceso de demolición para dar paso a nuevas estructuras que satisfagan las necesidades de la sociedad que ahora vive en el
pueblo. Cuando tiene lugar
el regreso, la nostalgia se desvanece
para dar
paso al
desencanto.
Paralelamente a la desilusión por
el
“escenario”
que ha mutado, se adquiere
la conciencia de haber
perdido la identidad y con ella parte de los
vínculos afectivos
que unen al inmigrante con su tierra natal. Es por
eso
que el protagonista
de Paso del Norte, al volver
con
la cabeza gacha a la casa del padre, afirma que “lo mataron”, porque
todas las experiencias que ha sufrido en el camino han menoscabado los elementos constitutivos de
su personalidad. Ya no tiene
donde
regresar, su casa
ha sido vendida, su mujer lo ha abandonado, y ahora está destinado a vivir de forma errante, sin poder recuperar –en el
sentido más estricto de la
palabra- todo lo que alguna
vez
tuvo. Cabe destacar que esta tensión inevitable no solo está presente en el sujeto que
migra, sino que se transmiten
todos esos elementos de
la memoria, de la nostalgia, de la
cultura original a toda la
descendencia. De una u otra forma, la familia del inmigrante
siempre
tendrá que lidiar con las diferencias
entre la cultura de sus progenitores y
la
cultura en la que ha nacido, es un migrante él también, sin haber vivido en carne propia los efectos del desplazamiento. Es común pues que tengan rasgos de
la lengua nativa de sus
padres, que
conozcan sus manifestaciones
culturales y
que sientan la misma necesidad de simularlas en el lugar donde viven, aunque, como ya fue mencionado,
estas simulaciones nunca son
del todo efectivas.
Cuando se ha asumido la imposibilidad del regreso y se aprende a vivir con las marcas dejadas
por el proceso migratorio, se renueva la
nostalgia en quienes
son más sensibles y lo añorado se convierte en el objeto predilecto de la dialéctica del sujeto y de las manifestaciones artísticas que pudiera
realizar, tal y
como se observa cuando el
protagonista de Garabatos (1970), de Pedro Juan Soto, quiere
recrear
todas
esas escenas de su vida
feliz pintando un cuadro, que
tendría “un parecido melancólico a aquellas
fotografías tomadas en las fiestas patronales (…) que formaban parte del álbum de recuerdos de
la familia”, en honor
a su
esposa, quien ya consumida
por el proceso de migración y ruptura, lo recibe como
un gesto
ofensivo y lo
destroza.
Se puede finalizar afirmando que las migraciones en la sociedad de la
información actual son un asunto cotidiano inevitable e ineludible, que
se ve propiciado a todo nivel por
la existencia de medios
de comunicación modernos, pero además son un fenómeno completamente irreversible por
cuanto se traducen en profundas fracturas en los elementos
constitutivos de la vida de todo ser humano que son: la cultura, la lengua y
la propia identidad, no solo en el sujeto que migra
sino en toda su descendencia, pues los remanentes
de esa memoria se transmiten entre generaciones y
se ven sujetos
a nuevos sistemas de referencia con mecanismos de control diseñados para la exclusión y el señalamiento a quienes son diferentes. La
divergencia con otras épocas radica en que
la tendencia posmodernista
suele ver esta alteridad como un enriquecimiento, como un hecho a resaltar y tomar en cuenta, y no más como un tabú social. Cada vez los invisibles son menos, porque hay testimonio sobre sus vivencias y las representaciones artísticas a cualquier nivel
se esfuerzan en señalarlos y gritarle al mundo
entero
que
están allí.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
(1) Vídeo “Los Posmodernos (Filosofía Aquí y Ahora)”
dividido en dos fragmentos y conducido por el filósofo
argentino José
Pablo Feinmann, disponible para consulta
en Youtube.
(2) Documental “Los Invisibles”, realizado por Amnistía Internacional, Gael García y Marc
Silver, y publicado en 2010.
Disponible para consulta en Youtube.
APPADURAI, A.; “La Aldea Global”, Secciones del libro "La modernidad descentrada",
Fondo Cultura Económica,
México. Versión digital
disponible en: http://www.globalizacion.org/biblioteca/AppaduraiAldeaGlobal.htm
RIBEYRO, J., “Los gallinazos sin
plumas”, 1955. Versión digital
disponible en:
RULFO,
J., “Paso
del Norte”, 1953. Versión
digital
disponible en:
SOTO,
P.; “Garabatos”, 1970. Versión
digital disponible en:
Trabajos
Audiovisuales:
- Cinema Paradiso,
Película
de Giuseppe Tornatore,1988,
Italia.
- Pa’l Norte,
canción de Calle 13, 2007, Puerto Rico.
Muy bueno
ResponderEliminar